La familia del joven noble Alonso había recibido a la
hermosa dama Beatriz, quien venida de tierras francesas, había elegido la
ciudad de Soria para recuperarse de una enfermedad que le aquejaba.
Ya recuperada la dama, y antes de su regreso al país
vecino, se había organizado el día de Todos los Santos una cacería en la que
participaban familiares y amigos.
El sol empezaba a declinar cuando Alonso ordenó atar
los perros, reunir a los cazadores e iniciar el regreso a la ciudad.
- La noche se
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas- dijo.
- ¡Tan pronto!- Exclamó Beatriz
- A ser otro día, no dejara yo de acabar con ese
rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras;
pero hoy es imposible- dijo Alonso -Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte-.
- ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? –
respondió Beatriz.
- No quiero asustarte. Volvamos. Por el camino te
contaré la terrible historia de este paraje.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos.
Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos
juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a
bastante distancia.
Mientras andaban el camino, Alonso narró en estos términos
la prometida historia:
-
Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía
a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios
eran guerreros y religiosos a la vez. Tras conquistar Soria a los árabes, el
rey los hizo venir de lejanas tierras para defender Ia ciudad, haciendo con
ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que hubieran sabido defenderla
solos, como solos la conquistaron... Entre los caballeros Templarios y los hidalgos
de Ia ciudad fue creciendo un odio profundo. Los caballeros Templarios acotaron
ese monte, donde reservaban caza abundante, sólo para sí mismos… Desafiándolos,
los nobles de la ciudad, determinaron organizar una gran batida en el coto, contraviniendo
las severas prohibiciones de los Templarios. Cundió Ia voz del reto, y nada pudo
detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de
estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo, pero aquello no fue una
cacería. Fue una batalla espantosa; el monte quedó sembrado de cadáveres de uno
y otro bando. Los lobos, a quienes se quería exterminar, tuvieron un sangriento
festín.
Tras
el suceso, intervino la autoridad del rey que declaró el monte abandonado, y
también la capilla de los religiosos en él situada, y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos,
Desde entonces cuando
llega la noche de difuntos se oye doblar sola Ia campana de Ia capilla en
ruinas, y las ánimas de los muertos, envueltas en los jirones de sus sudarios, corren
como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos
braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al
otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de
los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos eI Monte de las Ánimas, y por eso
he querido salir de él antes que cierre la noche en un día como este.
II
Ya de noche, tras la cena, se departía en torno a la
mesa.
Beatriz y Alonso, sentados junto a la lumbre del
salón, permanecían silenciosos ajenos a Ia conversación general.
Ambos guardaban hacía un rato un profundo silencio
mientras los demás referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos,
en que Ios espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas
de Ia iglesia de Soria doblaban a Io lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa Beatriz – excIamó, al fin, Alonso, rompiendo
el largo silencio-, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; quisiera que llevases
una memoria mía-... Y diciendo esto le regaló el hermoso joyel que sujetaba la
pluma de su gorro de cazador, que había sido un regalo de su madre.
Beatriz lo aceptó con frialdad e indiferencia sin
decir nada.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y
volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de
trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, volvió a hablar Alonso:
-Y tú ¿no me
dejarás un recuerdo tuyo? -dijo,
clavando una mirada en la de ella, que brilló como un relámpago, iluminada por
un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó Beatriz, llevándose la mano al
hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su manga
-¡Ay! ¿Te acuerdas de la banda azul que
llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que
era la divisa de tu alma?
_Sí.
-¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela
como recuerdo.
-¡Se ha perdido! Y ¿dónde?- Replicó Alonso.
-No sé... En el monte acaso.
-¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo. -¡En
el Monte de las Animas! Tú Io sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la
ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No tengo miedo a
nada de este mundo. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que
he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido
con ellas. Nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra
noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo,
esta noche..., esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del
monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas
que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la
sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el
torbellino de su fantástica carrera.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible
se dibujó en los labios de Beatriz.
-¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al
monte! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de Ibos!
Alonso no pudo por menos que comprender toda amarga
ironía de sus palabras. Movido como por un resorte se puso en pie, se pasó Ia
mano por la frente, como para arrancarse el miedo, y con voz firme exclamó:
-Adiós, Beatriz, adiós. Hasta pronto.
-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez;
pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.
Al poco, se oyó el rumor de un caballo que se alejaba
al galope. Beatriz, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, prestó
atención a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de
ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de
la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Pasaron las horas, era casi medianoche cuando Beatriz
se retiró a su aposento y Alonso no
volvía, no volvía a pesar de que en una hora debía haber habido tiempo
suficiente para cumplir el encargo.
-¡Habrá tenido miedo! – pensó la joven mientras se acostaba.
Después de haber apagado la lámpara se durmió. Se
durmió con un sueño inquieto, ligero y nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó
entre sueños las vibraciones de las campanas, Ientas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos,
y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo, y poniéndose Ia mano sobre su
corazón procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las
puertas habían crujido con un chirrido
agudo, largo y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las
puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido
sordo y grave, y aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños,
el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas,
palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y
cuya aproximación se nota, no obstante, en la obscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, levantó la cabeza y
escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente,
tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, como bultos que se movían en todas las
direcciones, y cuando dilatando las pupilas las fijaba en un punto, nada;
obscuridad, las sombras impenetrables.
Dándose la vuelta en la cama intentó tranquilizarse, y
dormir…; pero en vano. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más
aterrada. Ya no era una ilusión: las cortinas habían rozado al separarse, y
unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era
sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una
cosa como madera o hueso. Y se acercaban, y se movió la mesilla que se
encontraba junto a su lecho.
Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa
que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de una
fuente lejana caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros
se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria,
doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, un siglo, porque la noche
aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Entreabrió los ojos
a los primeros rayos de luz. Después de una noche de insomnio y de terrores,
¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Se incorporó, tendió una mirada
serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores, cuando de
repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez
mortal descoloró sus mejillas: Sobre la mesilla había visto, sangrienta y desgarrada,
la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle
la muerte del joven, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos
entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil, crispada,
asida con ambas manos a una de las columnas del lecho, desencajados los ojos, entreabierta
la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!
Dicen que después de acaecido este suceso, al año
siguiente, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir
del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que
viera, refirió cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos
de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de
la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros
sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa,
pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando
gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.